ISLA: LIBRO-OBJETO
Para leer Isla de Claudia Ramírez Martínez, la autora nos proporciona varias herramientas, en primer lugar: Una tabla de salvación. La poética de este libro-objeto plantea a través de un juego de frases cortas y puntiagudas una reflexión: la capacidad de sobrevivencia. Al abrir la caja-isla literalmente comienza el viaje donde toda persona lectora se descubre náufraga. ¿Está usted listo o lista para zambullirse, echarse el clavado?
Isla comprende entre sus páginas un singular registro textual y visual que al tiempo que cuestiona, proporciona las múltiples y probables respuestas. Isla es eso: un lugar donde los binomios en blanco y negro, catalizan, aceleran el pensamiento. De manera lúdica e inteligente el campo semántico demarca un horizonte provisional pero también se extiende con tal amplitud, casi, como la composición geológica de la arena.
Si bien en el libro-objeto una de las premisas es la interacción, en esta pieza los lectores —o náufragos— interactúan consigo mismos ante la posibilidad de encontrar un espacio personal para refugiarse, resguardarse, protegerse o ahogarse. La capacidad de sobreviviencia se define en esta travesía al igual que toda probabilidad de lectura.
Más allá de la idea de un Robinson Crusoe que llega y se instala para sobrevivir, al interactuar con Isla los náufragos abren y cierran las frases donde la palabra, a veces, devela los mensajes lanzados dentro de botellas al mar. Palabras-contenedores, palabras-olas, palabras-movimiento. Isla es también la transición del lector entre lo sedentario y lo nómada, entre la brújula y el mapa de ruta, entre el braceo contra corriente y la secuencia precisa de la respiración.
Siendo Isla un pedazo de tierra en el territorio del lenguaje, la palabra se transforma en la tabla de salvación en el territorio del mar. Articular y desarticular el orden de la secuencia de las páginas, recorrer entre y con burbujas las letras y su peso son parte del provocativo juego de esta pieza.
¿Qué puede significar un libro-objeto de esta naturaleza?
Definitivamente: búsqueda.
¿Qué detona un artefacto como Isla?
Sin duda: un desafío.
¿Son estas circunstancias que pide un lector?
Nunca nada más que eso.
Al igual que los libros tradicionales, Isla plantea una narrativa con todos los elementos necesarios: formula un inicio, nudo, desenlace, pero además provee las secuencias para desarrollar una gama de reflexiones múltiples que mantienen a flote toda acción y consecuencia.
Es importante saber que al final, este libro generoso nos otorga la posibilidad de reorganizar y estructurar una nueva secuencia —de pensamiento, de sensaciones, de percepciones— que curiosamente nos permite ver un nuevo inicio. Isla al igual que un tesoro antes de abrir, mantiene a los lectores-náufragos en la expectación y el límite del asombro y la maravilla.
Esta pieza ha sido presentada en la 1ª Feria del Libro de Artista en la ciudad de Guadalajara, realizada por la Editorial Lia durante los días 19, 20, 21, 22 y 23 de Febrero del presente año.
El taller de Claudia Ramírez Martínez
La mano oblicua /Cristina Rivera Garza
2013-08-06 • Cultura
Para entrar en el taller de la grabadora Claudia Ramírez
Martínez (Guadalajara, 1967) es necesario caminar por una loma, abrir
una puerta de metal, subir unos tramos de escaleras y pasar por la
cocina, que es el centro físico y social de ese departamento que, desde
el tercer piso de un viejo edificio, ofrece una vista generosa de
Tijuana (bandera nacional incluida). El arte en las paredes y en las
vitrinas, mesas y repisas de esta casa proviene del trabajo de artistas
en proceso de consolidación, como César Vázquez (Tijuana, 1985), o de
los mercadillos de segunda que abundan en el área: hallazgos que, luego
de alguna capa de pintura o el roce de la lija, se muestran, orondos y
altivos, en su humilde excentricidad. Hay que esperar a adentrarse en el
taller propiamente dicho para que el trabajo artístico de Claudia se
deje apreciar. Entre las distintas mesas e instrumentos, entre las
prensas y las lijas, tres piezas llaman la atención. La primera es una
serie de grabados que incluyen el collage con papel de maíz (trabajado
con técnica de láser), discos de CD y granos de maíz y mapas, que
responde en su conjunto al nombre de “Processeed” porque así se le da
énfasis al proceso y a la semilla al mismo tiempo. La reflexión, que
involucra a los transgénicos, es acerca de los procesos que no vemos o
se omiten, pero que tienen repercusiones fundamentales en el resultado.
Una segunda serie, que se sirve de la técnica chine collé, incorpora
papeles cuadrados con placas circulares de acero inoxidable que fueron
trabajadas en una técnica de sandblaster o arenado para que pudieran ser
grabadas. Una tercera serie incluye papel teñido con tinte de ropa
grabada con la luz solar en distintos momentos del día. Para ser
realizada se hicieron esténciles sensibles al sol. Claudia los pegó en
la pared por un par de semanas y esperó a que la luz del sol dejara su
huella ahí. “Haz de cuenta”, dice la autora, “que es como el traje de
baño que te pones para ir a la playa y te deja su huella en el cuerpo en
negativo”. Lo que hay ahí es la mirada y el sol, la técnica y el
interés por reflexionar sobre lo que el ojo ve.
Claudia nació en el bajío mexicano, pero tiene años ya residiendo en la frontera noroeste del país, donde después de pasar por las aulas de la carrera en Artes Visuales de la UABC, se dedica ahora a dar clases de grabado, ya sea de manera independiente en su propio taller, o ya para instituciones locales. Antes, sin embargo, pasó temporadas en Los Ángeles, llevando a cabo diversos trabajos manuales: desde cuidar niños o limpiar casas, hasta atender ancianos a punto de morir. Está la historia, por ejemplo, de la casa tan sucia, tan llena de sobras y de mierda regada por el piso que, en un arranque de dignidad, no sólo se negó a limpiar sino que la obligó a conminar a sus compañeras de trabajo a hacer lo mismo. Huelga espectacular. Y está la historia, que Claudia cuenta mientras parte cebolla con destreza y combina especias del Medio Oriente (de donde es su cuñado) y frijoles del barrio, de la frágil anciana japonesa que, tal vez presintiendo su final, se negaba a dejarla ir, agarrándola fuertemente del brazo. La mano vuelta garra o ancla. Está la historia, que ahora relata mientras envuelve la masa que ya ha combinado con espinacas en hojas de acelga orgánica para confeccionar sus famosos tamales vegetarianos, de esas largas, entrañables caminatas por las amplias avenidas de la meca del cine cuando, de la mano de su marido, encontraba en las aceras urbanas muebles y chucherías por igual. Si, como argumentaba John Roberts, para apreciar la obra de arte es necesario dar cuenta del trabajo contenido en ella, ¿cuáles de entre los múltiples trabajos que conforman la experiencia fronteriza de Claudia Ramírez Martínez deben enfatizarse?
Cocinar, como lo sabe todo el que lo haya intentado, no solo es un arte sino un trabajo, a veces de tiempo completo. La mano que limpia y la que cuida y la que atiende es la misma mano que, ahora, se posa con singular cuidado, con una destreza que a fuerza de años de entrenamiento parece natural, sobre el acrílico. Esos dedos entre los que se posa la punta metálica hace no tanto limpiaron orejas o platos, orificios varios. El problema del trabajo inmaterial —el que tiene que ver con la inventiva y los afectos, la chispa, la creatividad— es que, a diferencia del trabajo asalariado dentro de los regímenes fordistas de producción, es difícil de medir y de comparar. ¿Qué de entre todos los cruces fronterizos, todas las humildes labores de sobrevivencia, las manualidades más osadas, las clases académicas, se ha quedado en ese papel oscurecido por el paso del sol norteño? Claudia, quien platica ahora mientras corta con precisión milimétrica los ejotes negros o coloca el mítico chorrito de salsa sobre la cuenca que nace en la palma de su mano, parece decir, sin decirlo explícitamente, que todo eso está ahí. La mujer que se fue al otro lado y regresó, está ahí. La que perdió sus papeles. La que se ejercita a diario con largas caminatas por las lomas tijuanenses o en sus clases de chi kun o ki gon. La esposa y madre de una. La cocinera entrañable. La que lava los platos y los coloca, después de secarlos con gran lentitud, en estanterías de materiales reciclados. La que alimenta colibríes. La que organizó un festival de trueque, justo en el Pasaje Rodríguez en el que, cierto y más que cierto, la base del intercambio no fue el dinero sino el valor de uso y el valor relacional que cada productor adjudicaba a sus objetos. ¿Cómo no decir que todos esos elemento son también el taller desde el que trabaja Claudia Ramírez Martínez con vista a la ciudad?
Claudia nació en el bajío mexicano, pero tiene años ya residiendo en la frontera noroeste del país, donde después de pasar por las aulas de la carrera en Artes Visuales de la UABC, se dedica ahora a dar clases de grabado, ya sea de manera independiente en su propio taller, o ya para instituciones locales. Antes, sin embargo, pasó temporadas en Los Ángeles, llevando a cabo diversos trabajos manuales: desde cuidar niños o limpiar casas, hasta atender ancianos a punto de morir. Está la historia, por ejemplo, de la casa tan sucia, tan llena de sobras y de mierda regada por el piso que, en un arranque de dignidad, no sólo se negó a limpiar sino que la obligó a conminar a sus compañeras de trabajo a hacer lo mismo. Huelga espectacular. Y está la historia, que Claudia cuenta mientras parte cebolla con destreza y combina especias del Medio Oriente (de donde es su cuñado) y frijoles del barrio, de la frágil anciana japonesa que, tal vez presintiendo su final, se negaba a dejarla ir, agarrándola fuertemente del brazo. La mano vuelta garra o ancla. Está la historia, que ahora relata mientras envuelve la masa que ya ha combinado con espinacas en hojas de acelga orgánica para confeccionar sus famosos tamales vegetarianos, de esas largas, entrañables caminatas por las amplias avenidas de la meca del cine cuando, de la mano de su marido, encontraba en las aceras urbanas muebles y chucherías por igual. Si, como argumentaba John Roberts, para apreciar la obra de arte es necesario dar cuenta del trabajo contenido en ella, ¿cuáles de entre los múltiples trabajos que conforman la experiencia fronteriza de Claudia Ramírez Martínez deben enfatizarse?
Cocinar, como lo sabe todo el que lo haya intentado, no solo es un arte sino un trabajo, a veces de tiempo completo. La mano que limpia y la que cuida y la que atiende es la misma mano que, ahora, se posa con singular cuidado, con una destreza que a fuerza de años de entrenamiento parece natural, sobre el acrílico. Esos dedos entre los que se posa la punta metálica hace no tanto limpiaron orejas o platos, orificios varios. El problema del trabajo inmaterial —el que tiene que ver con la inventiva y los afectos, la chispa, la creatividad— es que, a diferencia del trabajo asalariado dentro de los regímenes fordistas de producción, es difícil de medir y de comparar. ¿Qué de entre todos los cruces fronterizos, todas las humildes labores de sobrevivencia, las manualidades más osadas, las clases académicas, se ha quedado en ese papel oscurecido por el paso del sol norteño? Claudia, quien platica ahora mientras corta con precisión milimétrica los ejotes negros o coloca el mítico chorrito de salsa sobre la cuenca que nace en la palma de su mano, parece decir, sin decirlo explícitamente, que todo eso está ahí. La mujer que se fue al otro lado y regresó, está ahí. La que perdió sus papeles. La que se ejercita a diario con largas caminatas por las lomas tijuanenses o en sus clases de chi kun o ki gon. La esposa y madre de una. La cocinera entrañable. La que lava los platos y los coloca, después de secarlos con gran lentitud, en estanterías de materiales reciclados. La que alimenta colibríes. La que organizó un festival de trueque, justo en el Pasaje Rodríguez en el que, cierto y más que cierto, la base del intercambio no fue el dinero sino el valor de uso y el valor relacional que cada productor adjudicaba a sus objetos. ¿Cómo no decir que todos esos elemento son también el taller desde el que trabaja Claudia Ramírez Martínez con vista a la ciudad?
NO HAY TAL LUGAR
En un artículo de Jules Rochielle de la revista Public Art Review mencionan mi trabajo con la impresión de tortillas. |
Lucen expresiones femeninas
En el marco de los festejos por el Día Internacional de la Mujer se inauguró en la Casa de Cultura de El Pípila la exposición plástica A flor de piel… Expresiones femeninas, en la que participan 10 artistas mujeres, en donde muestran la visión femenina del arte.
Foto por: Cortesía
|
Por
Basilio OLIVAS / EL MEXICANOmiércoles, 14 de marzo de 2012Como un preámbulo de la apertura de la exposición, se ofreció un concierto de violín a cargo del maestro Reinaldo Silva, que interpretó música popular con temas como: Bésame mucho, inolvidable, reloj, entre otras melodías, dedicándole su música a todas las mujeres que asistieron.
Las piezas presentadas forman parte de la visión de 10 mujeres: Carmen Campuzano, Claudia Ramírez Martínez, Guadalupe García Romero, Adilene Ríos Castañeda, Gabriela Meléndez Bertotti, Nubia Velásquez, Estefanía García Arroyo, Liliana Morales Rivera, Yanet Torrecillas, y Elda Araceli Sandoval.
“Las mujeres tenemos el don de la sensibilidad que nos forma las ilusiones y los sueños”, comentó Guadalupe García Romero. “Se muestra lo que queremos decir, en mi caso, expreso la violencia domestica”, afirmó Gabr iel a Meléndrez Berlotti.“Mi obra muestra la contención de las emociones y lo que esto causa internamente en nuestro cuerpo”, afirmó Yanet Torrecillas.
La muestra estuvo coordinada por el museógrafo Francisco Godínez, quien expresó “son lo que se han permitido ser, una voz que expresa de forma femenina lo que callan o gritan, lo que ocultan o dicen, con suavidad, fuerte, alegre, eufórico, molesto, seductor…, pero siempre con el sentimiento a flor de piel”.
La licenciada María Isabel Juárez, coordinadora de la Casa de la Cultura El Pípila, declaró oficialmente abierta al público en general la exposición que estará durante todo un mes en la Casa
Nota del Méxicano colectiva "A flor de piel"
Claudia Ramirez recreates Mexico’s edible spoon in protest of GM foods (MFB)
TIJUANA – Roasted, ground, flattened, and refined, corn is the Mexican staple. While its white variety is indigenous to the land, according to the U.S. Agriculture Department, 89% of Mexico’s yellow corn is imported almost entirely from the U.S., a dependency that has alarmed the Mexican government.
In light of global food shortages and rising food prices, officials have taken controversial measures to reduce its dependency on foreign exports. Last fall, the government issued genetically modified (GM) seed permits to boost production in unarable regions.